Por: Msc. Germán Salas M., periodista gersalma@yahoo.com
Este domingo Costa Rica volverá a hacer historia. Y no por un debate parlamentario, un anuncio de inversión extranjera o una jugada de fútbol, sino por ser la tierra en la que han ocurrido milagros que la ciencia y la teología, con altísima rigurosidad, han reconocido como tales. Lo extraordinario —lo que rompe con las lógicas de la biología y de la medicina— ha brotado en este suelo, aunque parezca que nuestra sociedad, ensimismada en sus propias tensiones, no termina de dimensionarlo.
El primero lo recordamos bien, la curación de Floribeth Mora Díaz en abril de 2011, cuando se encontraba desahuciada por un aneurisma cerebral. Su recuperación, declarada médicamente imposible, fue el hecho decisivo que abrió las puertas de la canonización de Juan Pablo II.
Once años después, otra costarricense aparece en el centro del escenario. Valeria Valverde, joven que en 2022 sufrió un gravísimo traumatismo craneoencefálico tras un accidente en bicicleta en Florencia, Italia, al borde de la muerte, comenzó a recuperarse de manera inexplicable luego de que su madre rezara ante la tumba de Carlo Acutis en Asís. Este signo el que eleva al rango de santidad al joven beato que fascinó al mundo con su fe y su cercanía a la era digital.
No escribo estas líneas para convencer a nadie de la veracidad de los milagros. Ese juicio pertenece al fuero íntimo de cada conciencia. Mi propósito es más bien otro. Quiero señalar la paradoja de que, mientras el ánimo del país se encuentra caldeado, crispado por los desencuentros sociales y políticos, desde nuestra tierra emergen hechos que provocan alegría y esperanza en todo el planeta. Sin embargo, no percibo el mismo entusiasmo dentro de nuestras fronteras. Como si fuésemos incapaces de reconocer la grandeza cuando ocurre en casa.
No es la primera vez. Desde 1635, con el hallazgo de la Virgen de los Ángeles en Cartago, Costa Rica ha sido testigo de manifestaciones divinas que generan una movilización de fe sin paralelo en Centroamérica. Y, aun así, pareciera repetirse aquel reproche evangélico: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con ustedes?» (Mt 17,17). O esa otra sentencia de Jesús: «Les tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres, y no lloraron» (Mt 11,16-17). Palabras que retratan con crudeza nuestra frialdad espiritual en medio de lo extraordinario.
El Papa León XIV lo advirtió el 15 de agosto en Castel Gandolfo, “cuando la fe se instala en el confort, en el bienestar material o en las seguridades humanas, comienza a envejecer. Se transforma en resignación, queja, nostalgia e inseguridad. Entonces, en lugar de abrirnos a lo nuevo de Dios, seguimos buscando refugio en lo viejo del mundo: en los poderosos, en las promesas efímeras de riqueza, en la soberbia que desprecia a los pobres”.
Este domingo, mientras millones de católicos en el mundo celebran el paso definiivo hacia la santidad de Carlo Acutis, el corazón de la noticia vuelve a latir en Costa Rica. Dos milagros, inexplicables para la ciencia, han brotado de este suelo pequeño en geografía, pero grande en fe. La pregunta es si estaremos a la altura del don recibido. Si sabremos bailar cuando suena la flauta de la gracia.