Las canas que iluminan al mundo

May 25, 2025 | Opinión, slider opinion | 0 Comentarios

Autor: Costa Rica Mayor

Por: MSc. Germán Alberto Salas M., Periodista

Vivimos tiempos en los que se celebra lo nuevo, lo veloz y lo joven. Sin embargo, hay una luz serena que no envejece, la que emana de los rostros de nuestros mayores. Y si miramos la historia reciente de la Iglesia, descubriremos que las canas de los Papas han sido verdaderos faros de sentido, sabiduría y paz en medio de un mundo que muchas veces corre, pero no sabe hacia dónde.

Pío XII, en plena Segunda Guerra Mundial, eligió el silencio prudente y la acción discreta. Muchos lo juzgaron, pocos lo entendieron. Pero la historia —y los archivos vaticanos— comienzan a mostrar que, gracias a él, miles de judíos fueron salvados en una red de refugios que se extendió hasta el mismo Vaticano. No necesitó aplausos; eligió proteger. Como un abuelo sabio que no se impone, pero que sabe cuándo hablar y cuándo salvar en silencio.

San Juan XXIII, con sus 77 años a cuestas, sopló un viento de frescura en la Iglesia al convocar el Concilio Vaticano II. “No es el Evangelio el que cambia, somos nosotros los que comenzamos a comprenderlo mejor”, dijo. ¡Y qué gran verdad! Su mirada no era la de un reformista ansioso, sino la de un anciano lleno de ternura que supo ver con el corazón lo que muchos no veían con los ojos.

Pablo VI, a quien muchos no comprendieron en su tiempo, defendió la dignidad humana con valentía. En medio de un mundo convulso, gritó con su sabiduría serena que “el hombre (persona humana) es camino de la Iglesia”. Sus palabras no fueron solo doctrina, fueron un abrazo a cada persona que buscaba sentido.

Juan Pablo I, el Papa de la sonrisa, apenas estuvo 33 días en el trono de Pedro. Pero ¡qué lección nos dejó! En medio de problemas de salud, no dejó de sonreír. Como los abuelos enfermos que, desde una cama, nos enseñan que la ternura es medicina para el alma.

San Juan Pablo II, envejecido y herido, nos enseñó que el dolor no es fracaso, sino lugar sagrado donde Dios habita. Cuando ya no podía hablar, su silencio fue más elocuente que cualquier encíclica. “No tengáis miedo”, había dicho al comenzar su pontificado. Al final, lo repitió con su cuerpo agotado, lleno de amor hasta el último aliento.

Benedicto XVI, el Papa de la inteligencia luminosa, fue constantemente subestimado por su aparente timidez. Pero su palabra fue clara como el agua: “La verdad no se impone, se propone”. Cuando renunció al ministerio petrino, muchos vieron debilidad; él nos enseñó la humildad del que sabe soltar, como lo hacen los sabios cuando ya han dado todo.

Francisco, en sus últimos años, ha sido ese abuelo universal que ama, escucha, sufre y sigue adelante. Aunque su cuerpo se ha debilitado, su corazón ha abrazado al mundo entero. «La ternura es el lenguaje de los más fuertes», dijo alguna vez. Y así, enfermo, regaló ternura como solo los ancianos saben hacerlo: con verdad y sin miedo.

Y ahora, León XIV, que inicia su pontificado en los años dorados de su vida, no con ímpetu de conquista, sino con la serenidad del que ha vivido, amado y sufrido, regalando a la Iglesia lo más precioso: la paz de Cristo. Su sola presencia transmite algo que escasea: esperanza serena, como la que se siente al escuchar a un abuelo contar su historia junto al fuego.

En un mundo que aplaude lo rápido, necesitamos detenernos y escuchar a los que caminan lento. Porque en su andar pausado, hay huellas de sabiduría. Los Papas ancianos han sido —y siguen siendo— un tesoro que no envejece, un testimonio vivo de que la vejez puede ser un ministerio. La próxima vez que veas a un adulto mayor en silencio, no lo ignores. Puede que esté sosteniendo el mundo con una oración, una lágrima o una sonrisa.

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