Por: Oscar Murillo, Cuidador
Agosto 2025. En mi día a día acompañando a las personas adultas mayores de mi comunidad, y también en la vivencia con mi madre, he tenido la dicha de aprender y reflexionar sobre sus experiencias de vida y cómo se relacionan con el mundo actual. He llegado a la conclusión de que no ha sido fácil para ellos aceptar la llegada de la etapa de la vejez en un contexto tan distinto al que ellos conocieron y construyeron.
En uno de nuestros encuentros de los jueves, un adulto mayor me preguntó con voz entrecortada:
—Óscar, ¿por qué nuestros hijos no se preocupan por nosotros? Yo creo que les estorbamos.
Conozco a los hijos de muchos de los casi 60 adultos mayores que participan en estas reuniones, y he conversado con ellos sobre su relación con sus padres y madres. Mi respuesta fue clara:
—Ellos los aman, pero no de la manera que ustedes esperan. Los quieren a su modo. No aprendieron a cuidar ni a entender lo que significa ser adulto mayor, porque no se les enseñó.
De esa conversación nació este compartir, que llamé simplemente: “¿Por qué?”
Heridas que se heredan
Como mencioné en un texto anterior titulado Heridas, todos somos personas marcadas por experiencias de la niñez: abandono, rechazo, humillación… heridas que, muchas veces, fueron causadas “sin querer queriendo” por nuestros propios padres.
Esas heridas se transmiten de generación en generación. Un padre herido hiere a sus hijos, y estos a los suyos, en un círculo que parece repetirse sin fin.
Así, los comportamientos que tenemos hacia nuestros padres en la vejez están profundamente ligados a esas huellas emocionales. Amamos, sí… pero ¿cuántos de nosotros buscamos a nuestros padres con cariño, los abrazamos, dialogamos sin discutir?
Frases que nos marcaron
¿Cuántas veces escuchamos frases como:
“viejo chichoso”, “viejo malcriado”, “viejo vulgar”, “viejo cochino”…?
Estas expresiones, repetidas en la infancia, se alojaron en nuestra mente. Y cuando nuestros padres llegaron a ser adultos mayores, esas palabras y nuestras heridas emocionales nos hicieron decirnos: “no tengo tiempo”, “no puedo”, “que se encargue otro”, o “lo mejor es llevarlos a una casa de larga estancia”.
Muchas veces pensamos que es la mejor decisión, pero en realidad, lo que nos mueve son esas creencias aprendidas y no resueltas.
Un espejo de generaciones
Hoy enfrentamos un reto mayor: la nueva generación que nosotros mismos estamos formando vive con valores muy distintos. Si les transmitimos la idea de que los abuelos “estorban”, ellos también lo repetirán con nosotros. Entonces, cuando nos toque llegar a la vejez, quizá nos hagamos la misma pregunta:
—¿Por qué mis hijos no se preocupan por mí?
Y sufriremos, como hoy sufren nuestros padres y abuelos.
Un camino distinto: sanar y valorar
La respuesta está en nosotros, aquí y ahora. Tenemos que enseñar a niños y jóvenes el verdadero valor de las personas adultas mayores. Debemos sanar nuestras propias heridas y dejar de repetir comportamientos que anulan.
Te propongo un ejercicio sencillo:
Siéntate con tu madre, tu padre o tu abuelo. Escúchalos un rato. Déjalos contar una y otra vez sus historias, aunque las repitan. Dales la razón aunque no la tengan, sonríe, abrázalos. En ese acto sencillo empieza la sanación, tanto de ellos como tuya.
Cuidar es cuidarnos
Al final, se trata de dar calidad de vida a quienes nos antecedieron y de asegurarnos, por ley de vida, de recibir lo mismo en el futuro. Como lo recuerda el Evangelio de Mateo 25:40:
“Les aseguro que todo lo que hayan hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo han hecho.”
Nos vemos pronto.
Bendiciones.