Por: Oscar Murillo Guzmás, Terapeuta.
Les comentaba anteriormente mi experiencia sobre “Una hermosa decisión”: la decisión de cuidar a mi madre a tiempo completo, de estar con ella, acompañarla, vivir con ella… En fin, les cuento que ella tiene un problema de desgaste en las rodillas y no quiso pasar por cirugía, decisión que le respetamos y que me ayudó a tomar la determinación de ser su cuidador.
Pensé: “Va a ser muy fácil cuidar a Mami. Se lo merece por todo lo que me cuidó a mí y a mis hermanos. Ya veré cómo lograr algún ingreso desde casa; soy soltero, sin hijos, y mi formación religiosa me ayudará”. Pero, hasta el día de hoy, no ha sido así. No ha sido fácil.
Comencé con una actitud positiva, lleno de fe, amor, esperanza y alegría… Así empezó esta nueva etapa de mi vida. Creí que sería muy fácil. “Es mi madre”, me dije. Me conoce y yo la conozco. He estado junto a ella casi toda mi vida. Pero…
Les cuento que soy Consejero Profesional. Así se le llama a quien ha estudiado en la universidad la carrera de Consejería Pastoral. Además, tengo estudios en teología, filosofía y psicología. Ya se imaginan por dónde va esto. Vuelvo a decirlo: pensé y creí que sería fácil ser el cuidador de mi madre.
Soy una persona adulta mayor de 50 años, con experiencia en muchos ámbitos. Pero convivir todos los días con mi madre, compartir el día a día desde un rol diferente, intentar tomar decisiones en la casa —un espacio que por años fue suyo— se convirtió en una zona de conflicto.
Para mi madre, yo seguía siendo aquel niño al que cuidaba, por quien se preocupaba, a quien cocinaba y regañaba. Comenzar a tomar decisiones por ella, estar todos los días en su casa, la hizo sentirse incómoda, y me percibía extraño. Yo también me sentía así.
Una pregunta: ¿Estás preparado para ser una persona adulta mayor? Eso le pasó a mi madre. Ver cómo, poco a poco, ya no podía hacer las cosas como antes, cómo olvidaba cosas, cómo su cuerpo no respondía igual; depender de sus hijos cuando por años nosotros dependimos de ella… Y con todo esto, además, el inicio de ciertas demencias. Hoy una, mañana otra. Ella tampoco estaba preparada para envejecer. Ni yo, ni mis hermanos, ni sus nietos estábamos preparados para verla así y comprenderla.
A mí me pasaba algo extraño. Cuando mi madre subía el tono de voz, me reprendía, cambiaba la mirada o hacía algo que para ella era “lo correcto”, se me activaba una respuesta emocional automática. Me ponía a la defensiva, entraba en modo alerta. Me ponía nervioso, ansioso. Muchas veces me enojé y le hablé fuerte, como si ella siguiera siendo aquella señora de 30 o 40 años con la que discutía mis ideas y desacuerdos.
Toqué fondo el día en que, por quedarse conversando con una amiga que llegó a la casa, se le olvidó que había dejado el tubo de agua abierto con un tapón en la pila. Se inundó la cocina, el comedor y un cuarto. Me alteré. Actué como ella hubiese actuado en otro tiempo: la regañé con tono fuerte. Ella no me respondía; sus ojos se llenaron de lágrimas y me dijo algo que nunca olvidaré:
“Tienes que entender que ya me estoy volviendo vieja. Se me olvida todo. Quiero que me entiendas.”
Empecé a limpiar y a sacar el agua… y además, lloré. Lloré de verdad. Fue el “estate quieto” más duro y realista, salido desde lo más profundo de mi madre.
Desde mi formación y experiencia en consejería, comprendí que mi actitud se debía a heridas de la infancia. Algunas de ellas causadas, sin intención, por mi madre.
Si vas a un terapeuta, probablemente te dirá que muchos de tus conflictos actuales tienen raíz en tu infancia, en cómo te trataban las personas que más te amaban y de quienes más necesitabas afecto, respeto, protección… En mi caso, una de esas personas fue mi madre.
Sí, dentro de mí hay un niño herido. Parte de mi trabajo como consejero es abordar heridas emocionales y espirituales. Y sé que mi madre, sin quererlo, fue la causa de una de las más profundas. Por eso, cada vez que ella actuaba de determinada forma, mi niño interior reaccionaba con ansiedad, miedo, desconfianza, duda… Se abría la herida. Y ella lo notaba porque lo reflejaba sin poder ocultarlo. Mi “yo” entraba en estado de alerta.
Pero en la convivencia diaria, entendí que ella también trae heridas de su infancia. Emociones no resueltas que la sobrepasan. Y su cuerpo, su actitud, responde desde ese lugar emocional donde habitan los miedos, la tristeza y la ansiedad.
Comprendí que ella no va a cambiar. El que debía empezar a cambiar era yo. Comencé a ser el terapeuta de mi madre sin que ella lo supiera. Descubrí que cada vez que yo hacía el esfuerzo por no dejar que mi herida me controlara, mi madre también empezaba a sanar. Estábamos sanando juntos.
Un pequeño ejemplo entre tantos: mi madre nos enseñó desde niños a comer de todo. Si no lo hacíamos, ponía una faja en la mesa. No quedaba nada en el plato.
Hoy, cuando le pregunto qué quiere almorzar, responde: “Eso no me gusta, me va a caer mal…”. Al principio, todo en mí se agitaba. Recordaba aquellos tiempos en los que recibí algunos fajazos. Incluso llegué a decirle en broma que iba a poner la faja en la mesa, para que recordara cómo nos formó. Mi herida se abría. Pero hoy, eso ya no me afecta igual. Lo manejo, me siento liberado. Eso es sanar.
Después de 4 años de convivir con ella —de desayunar y almorzar juntos, de dialogar como madre e hijo, como adulta mayor y cuidador— he aprendido a dejarla ganar algunas veces, a no discutir, a respetar su independencia, a reconocer sus logros, a explicarle que puede equivocarse y que aún sigue aprendiendo. La he acompañado a citas, a los lugares que le gusta visitar… He aprendido a comprender su herida. Y, sobre todo, a verla envejecer con calidad de vida.
Hoy puedo decir que he sanado y sigo sanando. Y sé que ella también.
¿Cómo me doy cuenta? Porque aquellas cosas que antes nos herían emocional o espiritualmente, hoy ya no nos afectan igual.
¿Siguen existiendo conflictos entre madre e hijo? Sí. Pero ya no exploto, ya no me enojo, ya no le reclamo. Los pensamientos negativos ya no se quedan rondando en mi mente. A veces me alejo, respiro, reflexiono y comprendo.
Espero que esta experiencia sirva a muchos hijos que han tomado o desean tomar el compromiso de ser cuidadores de sus padres.
Gracias a Dios estamos sanando. Ella, a su edad. Yo, a la mía. Y mis hermanos y sobrinos, en las suyas. Porque si ella está bien, todos los que la amamos también lo estamos. Este es el fruto de Sanar Juntos.
Nos vemos pronto.
Bendiciones.