Por:Oscar Murillo Guzmán, Cuidador.
Aquí estamos de nuevo. Espero que te encuentres muy bien.
Como les he comentado anteriormente, cuido a mi señora madre. Es una experiencia para la cual no me preparé, pero que ha sido, durante estos cinco años, una verdadera escuela de vida. Hoy sigo aprendiendo… y sanando. Además, tengo una oficina de acompañamiento terapéutico a nivel espiritual y emocional, y soy consejero profesional. Comparto esto para que comprendan mejor lo que deseo transmitirles en esta reflexión.
Sanar juntos: madre e hijo
El mes pasado les contaba que mi madre y yo hemos comenzado un proceso de sanación en conjunto. Ella, sin saberlo, fue parte de una herida emocional que arrastré desde la infancia. Mi hermano y yo nacimos con once meses de diferencia: yo nací en julio de 1968, él en julio de 1969. Él nació muy enfermo, y naturalmente mi madre le dedicó más tiempo, protección y cariño. Hoy lo entiendo. Comprendo sus decisiones y he tratado de sanar ese vacío día a día.
Muchas de nuestras heridas más profundas nacen en la niñez. Casi siempre, esas marcas emocionales provienen de las personas más cercanas: nuestros padres, abuelos, cuidadores. Lo que en un principio fue una pequeña herida emocional, con los años puede convertirse en una enorme bola de nieve que condiciona nuestras relaciones, decisiones, e incluso nuestra salud. Por eso es tan importante buscar ayuda emocional y espiritual, para no herir a quienes amamos, ni a nosotros mismos.
Las heridas también envejecen
Nuestros adultos mayores no son ajenos a este proceso. Ellos también han cargado heridas emocionales desde la infancia. Muchos crecieron sin caricias, sin elogios, sin ese abrazo que reconforta. Han vivido entre inseguridades, rechazos, silencios dolorosos, y a veces, violencia física o mental. Años después, esas heridas siguen ahí, manifestándose en su carácter, en sus miedos, en sus silencios o en sus gritos.
Los jueves tengo la dicha de trabajar con un grupo de adultos mayores de mi comunidad. Siempre les regalo unos minutos de acompañamiento emocional. Y por uno u otro motivo, inevitablemente surgen historias de su niñez o adolescencia. A veces brota una lágrima. Porque cuando evocamos el pasado, nuestro cerebro lo revive como si estuviera ocurriendo otra vez. Y más aún si ese recuerdo está ligado a tristeza, dolor, rechazo u odio.
Por eso, cuando veas a tus padres, abuelos o personas mayores, deja de reclamarles por lo que no recibiste en tu niñez. Sana. Agradece lo que sí intentaron darte, incluso si fue poco. A menudo ellos no recibieron ni un 10% de lo que nos ofrecieron. Y sí, sé que cuesta entenderlo. Las heridas nos ciegan. Pero hay un camino para sanar.
El linaje también duele
Las heridas se transmiten. La historia de nuestra familia vive en nosotros, incluso si no la conocemos del todo. Heredamos traumas, silencios, culpas y miedos. Así se ha perpetuado el dolor, generación tras generación:
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Nuestros bisabuelos vivieron guerras, abusos, suicidios, estigmas, exclusiones y secretos.
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Nuestros abuelos guardaron silencio. Para sobrevivir, anestesiaron su mente y su corazón. Algunos desarrollaron enfermedades neurodegenerativas como demencia o Alzheimer para olvidar lo que no podían enfrentar.
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Nuestros padres somatizaron el dolor: infartos, cáncer, diabetes, depresión, trastornos del ánimo.
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Nuestra generación lo manifiesta con ansiedad, estrés, trastornos alimenticios, ataques de pánico, dificultades para conectar con el amor o con la vida.
Somos el puente entre el pasado y el futuro. Y tenemos el poder de cortar con ese dolor heredado. Si sanamos, transformamos nuestro linaje. Liberamos a nuestros padres y preparamos un camino diferente para quienes vendrán después. Al sanar tú, también los sanas a ellos.
Sanar para cuidar
Todo esto te lo comparto para ayudarte a comprender mejor el comportamiento emocional, espiritual y psicológico de nuestros adultos mayores. Aquella sensación desagradable que a veces nos provocan, ese rechazo, el miedo a sus reclamos o gritos, muchas veces no es personal. Son heridas heredadas. Dolor no resuelto. No sabemos su historia, por eso nos cuesta gestionarla.
Cuando nuestros mayores participan en talleres, paseos, actividades recreativas, cuando ríen, bailan, conversan, cuentan sus historias o incluso hablan de su sexualidad… están sanando. Y si tú te involucras en esas actividades, sanás con ellos también.
Sanar no es olvidar. Sanar es poder mirar aquello que dolía y que ya no duele igual. Sanar es comprender que nuestros adultos mayores merecen afecto, ternura, escucha. Déjalos ganar, abrázalos, déjalos ser. Lo sé: no es fácil. Pero lo puedes hacer, sobre todo si comienzas a sanar tu herida. Y si pueden sanar juntos, será aún más transformador.
Señales que no debemos ignorar
Preocúpate si un adulto mayor de tu familia:
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Pierde su mirada en el horizonte,
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Vive con tristeza o enojo constante,
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Llora con frecuencia o se aísla,
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Pide la muerte o no quiere salir de casa,
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Grita, tira cosas, reza sin cesar…
Eso no es «vejez». Eso es herida. Es sufrimiento emocional no resuelto. Pero preocúpate aún más si tú no te das cuenta. Si te vuelves indiferente. Si los ves como una carga.
Sé una persona vitamina
Si no entiendes lo que aquí te comparto, tal vez sea el momento de empezar a sanar. Hoy es el mejor día para hacerlo. El mañana no existe. El hoy, si lo vives con amor, es transformador.
Tú puedes ser esa persona vitamina para los adultos mayores que te rodean.
Nos vemos pronto.